Historia de la Selección (II): la sombra del éxito olímpico y el intento de mantener el mito de la invencibilidad
Las curiosidades de la época de los años 20 se abren paso en el segundo capítulo de la Historia de la Selección que contamos desde RFEF.es; unos años en los que el combinado nacional entra en un periodo de cierta inestabilidad en su crecimiento. Al tiempo, se empieza a generar la moderna figura del futbolista como estrella a la vez que se mantienen tradiciones y supersticiones que hoy nos suenan un tanto arcaicas

Tras el éxito olímpico, el resto de la década de los años 20 representó un permanente intento de la selección por demostrar que lo ocurrido en Bélgica no era fruto de la casualidad y que el estilo y forma de juego del equipo español situaban al combinado nacional, por derecho propio, entre los grandes conjuntos, en la élite del fútbol mundial.
Y lo cierto es que los resultados y el juego acompañaron, al menos hasta 1924: ya en 1921 España se impuso a la medalla de oro en Amberes (Bélgica) por 2-0, un encuentro que estuvo precedido por un gesto caballeresco de los belgas que demostraba el prestigio del futbol español y que años después recordaría Pagaza:
“Tuvimos un momento de emoción extraordinaria. Fue cuando, después de formados los dos equipos en el círculo central, se nos acercó el delegado federativo belga, quien, en unión del capitán de su equipo, Hansen, procedió a ponernos los casquetes (gorritas) de internacionales. Fue como si los campeones olímpicos quisieran demostrar su simpatía a los subcampeones”.
En diciembre de ese mismo año, en el madrileño estadio de O'Donnell, el combinado nacional se impuso a Portugal por 3-1, con dos nuevos goles de Alcántara y uno magnífico de Meana, de cabeza, a pase de Pagaza.
Casi 30 años más tarde. uno de los debutantes ante los lusos, Luis Olaso (Athletic de Madrid), recordaría en Marca algunas de las anécdotas que rodearon aquel encuentro que describen cómo era el fútbol en esos años y las dificultades que afrontaba la selección para funcionar como un equipo.
Por ejemplo, contaba en 1949, que en los años veinte no había concentraciones (“Esos son estilo nuevos. Nosotros estábamos cada cual en su casa a excepción de los seleccionados de provincias que vivían en el hotel Londres”); la preparación de cara a los encuentros era muy escasa “(solo hubo un partidillo de entrenamiento) contra una selección castellana a la que vencimos por un tanto a cero… en otra ocasión hicimos unos cuantos ejercicios y pruebas de toque de balón”), todo lo cual provocaba escasa compenetración entre los jugadores (“los delanteros no nos entendíamos demasiado bien”).
Fueron dos vitorias con alto valor simbólico las de 1922: sobre Francia a domicilio por un contundente 0-4 y contra Portugal 1-2. El traslado a Lisboa se transformó en un fiel reflejo de las condiciones en las que viajaban los jugadores y de lo que significaba ser internacional en aquellos tiempos como recordara Olaso:
“Recuerdo que, al devolverles la visita, fuimos en el tren helados de frío, rodeando las calderas de calefacción. Los alojamientos eran de lo más rústico. En ocasiones teníamos que dormir dos jugadores en una misma cama. En aquella ocasión hubo compañeros que llegaron antes que yo y ocuparon las camas, por lo que me vi obligado dormir en una silla de tijera, con los calcetines puestos, ya que los pies me quedaban fuera”.
En el estadio Bouscat de Burdeos, el combinado nacional alcanzó un triunfo demoledor gracias a dos goles de Travieso y otros dos de Alcántara. En Lisboa los tantos de Piera y Monjardín colocaban a España como la potencia hegemónica del fútbol ibérico. En 1923 se añadía un nuevo triunfo (3-0 en Atocha frente a Francia con dos tantos de Monjardín y uno de Zabala).
Después, España tropezó 1-0 en Bélgica en la que se convirtió en la primera derrota en dos años lo que no hizo perder al equipo la confianza en sí mismo ni la aureola de “invencible” que le rodeaba.
El primer hat-trick de la Selección Española
Poco después, la selección retomaba la senda de esa “invencibilidad” consiguiendo un 3-0 a Portugal. Aquel 16 de diciembre, en 1923, José Luis Zabala Arrondo, delantero del Deportivo de Oviedo, uno de los dos clubes que con su fusión darían lugar al Real Oviedo, marcó el primer hat-trick en la historia de la selección española de fútbol.
Estos años iniciales de la selección carecía de continuidad desde el banquillo hasta que en 1929 se encontró cierta estabilidad. Por ese puesto pasaron entre 1920 y 1924 doce nombres diferentes y se alternaron responsables únicos (Luis Argüello) y Comités Técnicos conformados, en la mayoría de las ocasiones, por dúos o tríos:
AÑOS | SELECCIONADORES |
---|---|
1920 |
Francisco Bru, José Ángel Berraondo, y Julián Ruete 28-08-1920/06-09-1920 |
1921 |
José Ángel Berraondo, Manuel de Castro y Julián Ruete 07-10-1921 |
1921-1922 |
Manuel de Castro y Julián Ruete 18-12-1921/17-12-1922 |
1922 |
Manuel de Castro, Salvador Díaz y José María Mateos 30-04-1922 |
1923 |
Luis Argüello 28-01-1923/04-02- |
1923 |
José García Cernuda y Pedro Parages 16-12-1923/09-03-1924 |
Dos grandes problemas van a ir arrastrando el equipo nacional a lo largo de estos años: la falta de cohesión por las pocas fechas disponibles para conjuntar a los internacionales; y, unido a esto, la persistente presencia de rivalidades regionales que devenían en deportivas y hasta personales. Pocas fueron las oportunidades para moldear al combinado nacional y lograr conjuntarlo. Hasta la cita olímpica de 1924, España tan solo disputó ocho encuentros y lo hizo de forma muy espaciada: pasó más de un año entre la plata olímpica y el siguiente encuentro. Hubo una separación de ocho meses entre los dos partidos de 1922 y 10 entre el duelo con Bélgica y el de Portugal en 1923.
Muy unida a la falta de compenetración, producto de la poca preparación previa de los encuentros y los escasos partidos que disputaba el combinado nacional, se van a situar las críticas que algunos medios hacían al equipo por sus debilidades tácticas, propias de un conjunto poco trabajado. Escasamente trabajado desde la táctica porque las concentraciones eran escasas (dos o tres al año), muy espaciadas y a cargo de diferentes Comités de Selección que fueron cambiando de integrantes a lo largo de estos años.
Los años 20 dejaron, asimismo, para el futuro dos elementos más que caracterizaron la historia de la selección: los primeros ídolos del balompié español y los iniciales rituales interiorizados tanto por los aficionados como por los jugadores a la hora de encarar un encuentro.
Otro ejemplo de parecido calibre es el de Paulino Alcántara, autor en 1921 de los dos goles de la victoria en San Mamés ante Bélgica. Su racha bigoleadora se extendió durante 1921-22: anotó dos más a Portugal y otros dos a Francia.
Uno de sus potentes “chuts” rompió la red francesa e hizo que se ganara el sobrenombre de “Romperredes”. Ocurrió el 30 de abril de 1922 cuando España se enfrentó a Francia en el estadio Le Bouscat de Burdeos. Un balón perdido que rondaba el borde del área fue rematado por Alcántara. La potencia que este imprimió al balón abrió un hueco en la red, que no resistió el impacto y cedió. En aquel momento nació El Romperredes.
Pero si había un nuevo ídolo a la altura casi de Zamora ese era José (Josep) Samitier Vilalta, nacido en Barcelona un 2 de febrero de 1902, quien se convirtió en el futbolista más joven en vestir la camiseta de la selección española tras disputar los Juegos Olímpicos de Amberes 1920 con sólo 18 años.
En las posiciones de delantero o interior, Samitier se transformó en un ídolo de masas. El Mago fue internacional en 21 ocasiones, marcó dos goles y participó en dos ediciones de los Juegos Olímpicos: además de en Amberes 1920, en París cuatro años después.
En lo que aquel primer fútbol difería totalmente con el que vendría después, es en lo referente a los sueldos de los futbolistas, sobre todo, en aquellos años donde predominaba el amateurismo. Piera recordaría en los años 50 en una entrevista las condiciones del viaje a Bélgica en 1923:
“Los sueldos, prácticamente, no existían y estábamos a merced de los Clubs si queríamos vivir con algún decoro, porque el amateurismo era artículo de fe. Las primas de fichaje y aquellas por partidos ganados o empatados brillaban por su ausencia, y así, cuando fuimos seleccionados para jugar en Portugal, Francia y Bélgica se nos notificó que nos concederían unas dietas de cincuenta pesetas diarias, con las que estaríamos obligados a pagarnos los gastos de hotel. En Lisboa y París, sobraban unas cuantas pesetas, muy pocas; pero sobraban. Pero el cambio de moneda con Bélgica nos era desfavorable, y, avisados con tiempo, tomamos nuestras precauciones: los vascos, mirando más el dinero, se fueron a una pensión, y nosotros, aun poniéndolo de nuestro bolsillo, a un hotel. Al día siguiente se presentaron los norteños sin comer y muertos de sueño, pues los «bichos» les habían dado una noche infernal. Intervino el cónsul español y todos quedamos concentrados en el mismo hotel”.
Por otro lado, las supersticiones se hicieron presentes muy pronto, y algunos jugadores tenían sus propias costumbres o manías: por ejemplo, Ricardo Zamora, quien acudía a los estadios “escoltado” por una mascota, cuya pérdida en algunas ocasiones causaba verdadera congoja en el equipo.